El Exorcista de los Anhelos

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Capítulo 2: Las Zapatillas de Oxido y las Ocho sientas Nadas

Las Zapatillas de Oxido y las Ocho sientas Nadas 
                                                                                                 Autor: Vanessa Sosa  


Soy yo, en este yo del ahora. El yo del presente. En este pasado y mi prístino futuro que aguarda proyectar a la más ardorosa sombra entre la consciencia de sus senos. Siento el emigrar de mis miserias. Mísera evanescente, teje a lo maquiavélico que sirve ante su Evanora las mil hojas que, considera, reverdecerán en ese café de este instante. Gladiolas y Margaritas regadas por mi orina con sabor a miel son depuestas junto al mantel ofrendado por esta hembra, hembra de mañanas.         

Sirena y solariega, risueña y triste, dócil en su quehacer de ruecas con aroma a hilares de ponientes. Este mantel en el que reposo, abierto para ella, es tejido de lunares de estrellas. Soy un comendador, exorcista de ilustres consciencias pese a que, afeado por la duermevela de mis dones, confecciono zapatillas que respiran óxido de sangre, esa bienhadada nada a la que me uno en el centro de este universo sin final.       

Desconozco cuantas veces nos hemos unido. Sólo el tiempo, divido, lleva la cuenta de cuantas veces hemos hecho ese ritual del Amor. Almas, vestigios de ellas, matices de colores, son flores en nuestro génesis tardío. Su alma es un hirsuto de plata viva. Ella es un fantasma al que visito cada vez, y cada vez, y cada vez que me encumbro en la torre de ese excremento en la que reside como una prisionera. Perdura en su sosiego el vientre en el que lleva a mis crías. Perdura la vida al igual que perduré yo.           
Soy su hijo, amante, padre, ella angelada dadora de mis vidas. Ella es Eva, y yo, el principal protagonista de sus egos, de sus juegos. Sus riñones exudan piedras preciosas, labra su vesícula las lecciones que imparte pese a su sordera. No dialoga mucho porque no puede articular palabra. Desde que nací, en ese instante en que se unieron las más ardorosas de las beldades, perdió tres de sus cinco sentidos. Pese a todo, pese a esta faena, ella vuelca el remanso de una lana con la que me arropa.          

Besa el firmamento de mí frente al morir el día, delinea en los espejos en los que nos reflejamos, la silueta de una a una cuenta de exorcismos. Me compadezco de ella, porque no hay mayor criatura que se digne a estar en la santa paz conmigo. Preciso de sus agujas de tiempo. Sometido al valor y al decoro de su bienestar me escuda. Su sangre no ha dado a luz a otro ente parecido a la ignorancia que soy. Ella ignora que ha creado un monstruo hecho de besos, heraldos y amor de madre, de musa e hija. Es como una santa rosa, una abogada. Ella es mía, es mi presencia. Mi adorada saga.    

Ocho sientas veces la nada enhebra el cordel de sus cabellos. Es el gusto de su paladar lo que esgrime estos denarios, la circuncisión de todos a los que cobija bajo sus alas. Esas feroces transparencias que rozan mi dermis en el principado de mi creación. Admito que el café que sirvo en ese instante, en el que obsequio el sagrado temblor de tiempo que se detiene, la he orillado a leer la borra, restos de babas y podredumbre de quiénes pecan de perecer.     

Ella lee los macizos sueños, anhelos, deseos que perlan las gotas de bienestar de ese sudor que convoca a la muerte, más allá de la aurora venerable. Ochocientas veces le hago el Amor tras sus maromas y decires duros. Una hembra como ella no se halla dos veces, ni tres, ni cuatro, y otra vez en dos, me dice con sus encantos de hazañas de niña mujer, de mujer niña. Dos partes son sus génesis y entreveo en sus pupilas la delicia del ayer. Tan sólo se dicen secretos de dulce vida, de materias en las que me atrevo a orillarle y a ser mía.          

No es una puta, sino la mañana de mis días. No es una puta, sino la novia del príncipe de sagradas aguas. No es una puta, sino la regente del origen de las cosas. Ella es una indócil clemencia, clamor de madre con aroma a triple Sol, Luna y Estrellas. En su imaginario resido como el Príncipe de la manifiesta fantasía. Soy el espíritu que ha convocado, desde el imaginario, en el que su vientre unifica al malsanado que le debe la vida de vivificado amor, porque para mí no tendría vida, si ella no viviese en la paz insana. ¿Quién es su paz si no la carne con sabor a oxido que masticas ante la materia grisácea de este café que vomitas a mis pies? ¿No es ese café el que denota la duermevela de la circuncisión?          

La corona de este exorcista de anhelos apenas se somete a los designios de la vida. Soy un ceniciento mástil y antihéroe victorioso. Ocho sientas nadas son mías, esas que me dedican el presente de un padre inmaculado al que no pertenezco. Soy un oleaje de céfiros y simientes de tierna tierra. Aura e índigo indigno. Mis decires son un alivio ante las manos del pecador que se consuela en el sufrimiento. Esta vez no escapas, susurro y te guío, soy el cristal vivificado que das fabrica en el núcleo de tu corazón. Siniestra ciencia de magia y vida, de las hojas que ella bebe, el té que tú cocinas con reticente hacedor de maravillas. El durmiente. El hacedor de café.            

En silencio te deseo por amor, en el amor de mis principios y mis fines. Un retorno de destinos finales; soy exorcista de anhelos; retorno al paraíso. El réquiem de un sueño entre dormido. Una estatua evanescente. Sus matices de colores son mis heraldos. Cuentas de vidrio, el réquiem del amante de esta orilla de monarcas.       

Me ilusiono en esta evolución de sastres. La muerte puede bailar, al igual que yo, la vida. Soy un opio clásico, música que dice un hola y un adiós en un susurro delicioso y delicado. Anhelo verte, me dices. Volé la magnificencia de las sombras, y las catorce sangrientas que manaron de tu ombligo, rebuscaron los vestigios de los hijos por parir. ¿Y si fueran las vetustas celestes de satén fino su gracia, en lugar de su piel de animales? No los denominaría por nombre de canciones perecederas, si no, por las flores que engalanan tus únicas y dolientes testas, esas que serían el muro que aguardan a pastar. Como este pastizal que pasto entre bailes de fantasmas.

Tu bruna semilla, sellada en este imperio de luz macerada, no me impide desaparecer a esta simiente de ilusiones. Salvajes tierras, un descubrimiento perenne, es una madona que rasga los velos del sagrario de la noche; clásica casida de gótica delicia. Me espera tu vientre anhelado, halada ponencia de la nada, tú que te ofreces a mí y sólo ante mí, como la belleza del poema que justifica el encuentro de estas gotas de miel, mil hojas y café, en una medianoche dividida y depuesta, con las mejores canciones de primigenias, salvajes y austeras nadas que en el salvajismo gobiernan.

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