Capítulo 4: La Paradoja de la Lluvia
La Paradoja de la Lluvia
Autor: Vanessa Sosa
Despierta.
Su ritmo perenne, elevado y afilado como aguja, apura la sinopsis de otras tantas que cabalgan en nombre de su autoría. Después de todo, después de presentada en este presente inmaculado, su agua recae detenida. En el montículo sagrado que, almacena un aliento de vida. Como es bien conocido por los aldeanos, deambular en el rincón de esa guarida de bosques colmados de bruna nieve y entintados de colores pasteles, manifiesta el descontento de la carne de ballena en ese día, o quizá una tarde precisa en que tejieron el cordel que unía a las mañanas de los por qués y los cuáles en este cuento no tan ostentoso.
Pese a hallarse, en el halo de la cadena alimenticia, encadenada a los unificados firmamentos, permite el sangrado de los azulejos de esa vida no que no es vida. Docemesina en su cautela, esgrime una maniobra desde lo escuchado. Lo ambivalente. Los lunares de su espaldar de rosas se yerguen alveolados; asienten a los primeros denarios de regentes leyendas, del desliz de las tierras de ultramar. Salta a la primera vez que ella adormece su rigor mortis en el torrente de la aurora.
Sobre sueño de góticas gotas aladas haladas, venias de estos génesis. Rema el enjambre de la artería de la lluvia que no deja de morir. Perece y reverdece, la eutanasia a la fértil terrería, esa férrea que asoma en el portentoso edén de esta inocente fragilidad. Beso a beso, llanto al llanto, no puede quedar solícita de sus ufanadas cadenas. Quiera ella tornar a la bestia que eres, te dice, y en el decir atiende las dolencias de todos los que secan sus ojos de dual porte en un charco de manantial dulce.
El rito de ese rompecabezas labrado en lo idóneo de sus testas, riegan a la siembra que en otro tiempo embrujaría la prudencia y la discordia de los mansos incorruptos. Como a la jaula en la que vive, se entrega a la visión de su ultratumba entre dedales, flautas, timbales, cellos y violines que le acompañan en acompañamiento solitario. Escurre entre sus brazos su recuerdo, pero quién es él sino un recuerdo que se cierne sobre sus labios. Ten piedad, me dice, cada vez que los espejos se manifiestan el arroyo de mis espuelas se llena de enojo, de sólida gama de sonidos de los instrumentos que una vez tocaste para mí, antes y mucho antes, en el interior del templo que un santo taladró con su presencia deificada.
En este instante caigo, me aviento al cuento que, con este instante de ternura, logro trocear los heraldos y protectores de los tapices de esa engallada presea que es la vida. Ahí asoman mis ruegos y recaigo en el ombligo de la bruja que es la madre de la aurora. Esa que en ansia anisa a la mansedumbre, la hechura de la aciaga pena que el pecado de tan sólo verla con ojos de amor. Su sanguinolenta ofrenda reside en las apaciguadas dunas. Una durabilidad de la escarcha que no abandona al augurio de sus ojos, ni los rizos de ricos riscos rodados que engalanan al jardín de la lluvia. Sellada para no marchitarse. Enjaulada y perenne en esta muestra de sonidos de orquestadas faenas.
Y a ella le rezas con ampuloso amor de ruegos, carmín de sollozos, las entregas que en ella a ella no debe partir, la que baña los pies de plata en plata, y enhebra lirios entre dedos degollados por anilladas tobilleras. Ella vislumbra el mundo universal de su rítmica. El génesis esgrime la más amada de las voces vociferadas al mástil de tu existencia. Es más que más, más que menos lo que buscas de ella; no sólo le guardas respeto, sino además el rencor que está escrito sólo en el pergamino unificado de los vivos.
Allí presenta sus primores y sus sonrojos a los que agradecen su existencia. Allí se eleva. Allí maciza se inquieta poderosa perfilada, y baila, y baila, y baila, y baila como una sola época, ante tu amparo, contigo. Eres más que el retorno a la fantasía, le dices, ella te sonríe con sus labios de dulce cuna. No es tu perpetua enamorada; ella es una doncella que encumbra su territorio en el centro de tu jardín de instrumentos de enarbolados rezos, esos. Esos que unidos cabriolan las notas de tus géneros musicales, tan sólo para soñarla como tuya y sólo tuya, y para nuestra suerte también nuestra.
Para ti soñarla es la beldad de la tierna mañana, la que precisa del arropo de esos lunares de mis bendecidas estrellas. Una novia fantasma que escurre los céfiros, el mar de amaneceres y atardeceres a este pozo al que pertenece, como una, con los corazones de benevolentes lagrimeos. Subyugados danzan a sus dominios, porque en el quién que le hace el Amor, desenvuelve a las azules rosas y las entrega venerables, en el instante en que las esgrime a la factoría de ideas, que revive a los más mansos de voz y voto. Y en el instante en que ella cae, lo hace con música de luminaria de plateados oleos, de nieve de tardías tardes, de encantos enarbolados entre rastros de heraldos, de ese Amor que nos gobierna a la distancia.
En los vestigios de esta luz y de esta oscuridad en la que gobierna a esa tierra de nupcial encantadoras, en la que se parte como una flor nocturna, eleva su génesis, eleva su reposo al centro de la agonía de grisáceos lunares que escudan su tristeza de perderla para siempre.
Y tú, entre tormentas de augustas dolencias por no poder tocarla, le susurras el hechizo de protección que coronará su ser en el principio y en la eternidad de mesiánicas orladas. A la esperar de volverla a hallar en el reposo de sus brazos en los que ella se sueña como una balada majestades de circenses y sirenas. Porque quién la viera en el instante en el que esgrime una sonrisa de solariega estampa de esperanzas, se enamoraría de la reina que amansa la melancolía del corazón.
Ella es la lluvia y él es su amante que la engalana con un arrullo de besos. Ella ama la eternidad de la lluvia que gobierna la ternura de su rostro. Ahí la espera, ella le dice en secreto, mira como queda prendado de su rostro de tormenta de estalactitas de estrellas los escrutinios de su existencia. Reza al rezo de los sabios, al dios que es un dios de templanza sellada y en la templanza es que ella, te susurra al oído, encuentra la magnificencia de la más ardora de las dunas de los sueños.
Rebela la mecánica de su vestido, ese que hiede a incienso, oro y mirra. Esgrime desde él una letanía en la que arropa a la tierra con el sollozo de su garganta, la profecía con la que baña con sus afilados de aguas, agujas de plata, los postigos de la esencia de la tierra. Ahí y tan sólo allí ella se sueña siendo amada por su falta destinada, ese que es música de emocional temple, revelación victoriosa de los vivos y de los insanos que la aguardan desde otro templo que no es concreto si no silvestre espuma y anuncio de lo clásico de la hegemonía de un imperio. Ese que no es imperio si no la mañana halada más alada bien hadada. Porque su estampa es el instante en que brotan las rosas del sol, y la tierra la venera, y la tierra atrapa el agua que ofrece a su miseria.
Los primeros héroes sentí pensantes aparecieron gracias a su unión de mundos indistintos como iguales. Su paradoja es un fragmento de ibis de luz. Su existencia es dependencia de sus sentires. Que arden en la lontananza, y en la lontananza anuncia lo primigenio de la tierra bendecida. Esa del candil de las venias estremecidas por el regente y la emperatriz de los etéreos que ahogan su suerte de velados exorcismos entre nosotros; tan puros como tú.
Y ahí entre ellos arribaron las ideas del primor de las fantasías en las que, lo onírico rige a la venida de las casas heridas, las arenas del ayer y las cenizas del mañana de un océano de creación dulcificada de remembranza. Esa que no perece y que es eternidad tuya, suya y nuestra.
Porque ella es el castigo a las lejanías de la sapiencia.