Capitulo 1: Primera Vez

Relatos de terror de la luna de la niebla
La llorona
Durante muchas noches he viajado por caminos solitarios, pero ninguna se compara al terror que viví en aquel bosque de pinos antiguos en Michoacán. Era medianoche cuando decidí acampar en medio de la espesura, atraído por el rumor de leyendas y susurros del más allá.
El aire estaba impregnado de un frío abismal, y la luna, oculta tras un velo de niebla, apenas iluminaba el terreno, haciendo que cada sombra pareciera un espectro en movimiento. Esa noche, mi cordura se vio puesta a prueba en el encuentro con la temida Llorona.
Desde el primer instante, el ambiente opresivo me envolvió como un manto de desesperación. Mientras montaba mi campamento, la soledad del bosque se hacía cada vez más palpable, y el crujir de mis propios pasos parecía resonar en la inmensidad de la noche. Recuerdo que, al intentar encender una pequeña fogata, el viento se llevó la chispa antes de que pudiera vencer la oscuridad, dejándome en una penumbra inquietante.
Fue en ese preciso instante cuando empecé a escuchar algo que heló mi sangre: un sollozo lejano, profundo y desgarrador, que parecía provenir de las entrañas mismas de la tierra.
El lamento se intensificó progresivamente, y con él, mi creciente terror. Mi mente se debatía entre la incredulidad y la aceptación, pues las leyendas locales nunca habían dejado de advertir sobre la aparición de La Llorona en circunstancias similares.
Esa figura, según las historias contadas por los ancianos de la zona, era el espíritu de una madre en pena, condenada a vagar eternamente en busca de sus hijos, que en su dolor eterno había perdido la razón. Yo, testigo accidental de ese relato, no podía evitar sentir que algo siniestro se avecinaba.
En un primer momento, atribuí esos lamentos a la soledad, a mi propia imaginación desbordada por el ambiente opresivo. Sin embargo, a medida que la niebla comenzó a espesar, mi corazón latía desbocado.
La claridad de la luna se transformó en un halo fantasmal, y los árboles parecían susurrar secretos en un idioma olvidado. La noche se volvió un escenario de sombras y voces, y la duda sobre mi cordura se tornó insoportable.
Fue entonces cuando la experimenté. Una figura pálida y etérea emergió entre la niebla, deslizándose lentamente hacia mi campamento. Su vestido raído flotaba en la brisa helada y, al mirarla, pude ver los ojos vacíos y una expresión de desesperación infinita.
El rostro de aquella mujer, con sus rasgos desgastados por el sufrimiento, se superponía a la imagen de las leyendas que había escuchado de niño. La Llorona, la espíritu condenada a vagar en un eterno llanto, se manifestaba ante mis propios ojos.
Mi mente luchaba por racionalizar lo inexplicable. Me decía a mí mismo que el cansancio, el frío y la soledad debían estar jugando trucos crueles. Sin embargo, el incesante llanto, primero distante y luego cada vez más próximo, no podía atribuirse únicamente a mi imaginación.
Estaba en medio del bosque, en la oscuridad de la medianoche, y la Llorona se había materializado. La atmósfera se volvió irrespirable, y la mezcla de pino, humedad y un olor a tierra mojada parecía formar parte de una pesadilla viviente.
Cada segundo se arrastraba lentamente, y la niebla, como un manto espeso, parecía cerrar el mundo a mi alrededor. La figura avanzaba de forma pausada, y con cada paso que daba, el sonido de sus sollozos se intensificaba, retumbando en mi mente y haciendo mella en mi cordura.
Recordé entonces las viejas leyendas: se decía que La Llorona buscaba a sus hijos, a quienes, en un arrebato de locura, había perdido y condenado, vagando entre los vivos para encontrarlos. Una parte de mí deseaba huir, tentado a abandonar todo rastro de humanidad, mientras que otra, movida por una extraña curiosidad mórbida, me obligaba a observar.
Con el terror aumentando, me levanté en un intento desesperado por alejarme del espectro. Pero cuando di unos pasos, tropecé con algo en el suelo. Al agacharme, mis manos temblorosas encontraron una pequeña medalla oxidada, casi oculta entre las raíces de un pino.
La medalla tenía grabados símbolos prehispánicos, y en ella podía leerse una inscripción casi ilegible, que al recordar las leyendas locales, parecía estar vinculada a antiguas ofrendas a los dioses y a las almas en pena. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda mientras comprendía que esa evidencia era la prueba tangible de lo sobrenatural.
Mientras sostenía aquella reliquia, mis ojos se volvieron nuevamente hacia la figura espectral.
La Llorona ahora se encontraba muy cerca, y sus ojos vacíos parecían suplicar en silencio. El dolor en su semblante era tan profundo que no pude evitar sentir una mezcla de compasión y horror. Su llanto se transformó en un eco desgarrador, y por un instante, la línea entre la realidad y la locura se desdibujó. ¿Era posible que en esa noche desolada, me hubiera cruzado cara a cara con la condenada, con la encarnación del dolor de generaciones?
Con el corazón latiendo desbocado, la duda comenzó a consumir cada pensamiento. Me cuestioné: ¿estaba siendo víctima de mi imaginación o de algo mucho más oscuro? La lógica se entrelazaba con la desesperación, y en mi mente, el eco de las leyendas resonaba con fuerza. En una fracción de segundo, todo parecía
desmoronarse. La niebla se volvía impenetrable y los sollozos parecían multiplicarse, envolviendo la noche en una sinfonía de terror que aceleraba mi pulso.
El tiempo, que había sembrado un ambiente de incertidumbre, se aceleró y en cuestión de minutos sentí que había transcurrido más de dos horas desde la medianoche.
La Llorona, casi etérea en su movimiento, parecía haberse fusionado con la niebla que la rodeaba. Respecto al paso del tiempo, no quedaba duda alguna: la amenaza se intensificaba y mi única opción era huir de aquel infierno viviente.
Con una determinación nacida del instinto de supervivencia, recogí la precaria evidencia, aquella medalla oxidada, como prueba de la irrealidad de mi experiencia. Corrí a través del bosque, dejando atrás la lúgubre figura que se desvanecía entre las sombras y la niebla. El sonido de mis pasos se mezclaba con el eco lejano de los lamentos, creando una atmósfera casi surrealista que me empujaba a seguir adelante, sin mirar atrás.
A medida que avanzaba, el espesor de la niebla comenzaba a disiparse gradualmente, permitiéndome distinguir la silueta de los árboles y el camino de regreso. Sin embargo, cada crujido detrás de mí parecía un susurro de la presencia fantasmal, haciendo que la frontera entre la realidad y mi imaginación se desdibujara en cada instante.
Finalmente, cuando ya pude ver la luz tenue de mi vehículo en la distancia, sentí como si el velo del terror se disipara lentamente. No obstante, el recuerdo de esa noche me ha perseguido desde entonces, y la medalla oxidada permanece como el retazo tangible de un pasado que ensombrece el presente.
Con la adrenalina aún recalentada, me detuve a recuperar el aliento y revisé mi hallazgo. La inscripción en la medalla, grabada en un lenguaje ancestral, confirmaba mis sospechas: yo había sido testigo de algo más allá de lo cotidiano, de un encuentro con el espíritu doliente y condenado de La Llorona. Las leyendas locales nunca habían sonado tan reales y cercanas como aquella experiencia, y comprendí que hay secretos que el tiempo y la niebla tratan de enterrar, pero que al final se imponen de manera ineludible.
Mientras enciendo la linterna para inspeccionar mis alrededores, una última imagen se graba en mi mente: la silueta de una mujer, flotando en medio de la bruma, con su rostro desfigurado por el dolor eterno, mirándome fijamente. En ese instante, la duda sobre mi cordura y la certeza de lo sobrenatural confluyeron en un terror tan profundo que, a pesar de haber corrido a salvo, supe que mi existencia ya nunca volvería a ser la misma.
Así culmina mi relato, un testimonio de terror psicológico que se desarrolló en la medianoche. La oscura noche en el bosque de pinos antiguos, la inexorable niebla, y el eterno lamento de La Llorona siguen presentes como un recordatorio de que, en el umbral entre la vida y la muerte, se ocultan historias que desafían toda explicación. La medalla oxidada, ahora mi única prueba, es el legado de aquella noche en que la oscuridad se hizo carne y mi cordura se vio irrevocablemente marcada por lo sobrenatural.