La luna de la niebla

allpaleer

Capitulo 3: El chupacabras

Las leyendas son reales

El chupacabras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo, Esteban Méndez, pastor de cabras en el pequeño pueblo de Los Pinos, jamás imaginé que la primavera de 1993 se tornaría en una pesadilla inimaginable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Durante meses, la calma cotidiana de nuestro pintoresco pueblo se había visto perturbada por susurros y leyendas de criaturas nocturnas, pero yo, un hombre formado en la lógica y la tradición, siempre me había mostrado escéptico ante tales relatos.

 

 

 

 

 

 

 

Sin embargo, aquello que comenzó como rumores irrelevantes se transformó en una cacería de horror, cuando la figura del chupacabras emergió de las sombras, dejando un sendero de tinieblas y muerte.

 

Recuerdo aquella noche helada en la que el cielo se cubrió de nubes densas, impidiendo que la luna mostrase su habitual pálida presencia.

 

 

 

 

 

 

 

El ambiente se impregnó de un escalofriante frío que, junto a la humedad habitual de la región, creaba una atmósfera casi sobrenatural. Caminaba por el sendero a lo largo del monte, acompañado de mis cabras, cuando un ruido espantoso me obligó a detenerme en seco.

 

 

 

 

 

 

 

El viento parecía murmurar viejos cantos de santería, y la oscuridad se volvía palpable, como si ocultara secretos de la curandería ancestral.

 

Fue en esa noche, mientras intentaba descifrar el origen de aquel siseo que helaba la sangre, que lo vi.

 

 

 

 

 

 

 

La primera de las tres ocasiones en que me topé cara a cara con la abominación: un ser disperado, de orejas puntiagudas y ojos rojos que ardían con un fulgor infernal. Su piel, arrugada e irreconocible, parecía estar compuesta de una masa de espinas y carne putrefacta, y una leve luz azulada emergía de sus contornos desgastados.

 

 

 

 

 

 

 

No era del todo animal ni enteramente humano, y sus garras, afiladas como cuchillas oxidadas, brillaban en penalizado contraste con la noche.

 

La criatura se movía con agilidad sobrehumana, casi deslizándose, mientras el silencio de la noche se rompía por sus aullidos guturales.

 

 

 

 

 

 

 

Mi corazón latía a un ritmo frenético y, por primera vez, comencé a comprender la magnitud del terror que se avecinaba. La primera confrontación fue breve; mis cabras, alarmadas, se dispersaron, mientras yo corría sin mirar atrás, buscando un refugio en alguna casa del pueblo, cualquier refugio

 

 

 

 

 

Mientras huía, me encontró Don Alfonso, un anciano de mirada melancólica, quien me dijo con voz serena y pausada:

 

 

 

 

 

 

 

“Esteban, no es obra del azar. Los antiguos espíritus del maíz y la tierra han despertado, y el mal se ha encarnado en la forma de aquel ser. Debes buscar el amuleto de la Candelaria, que la curandera Doña Inés nos ha mencionado. Solo así podrás comprender el alcance de la maldición que pesa sobre nosotros.”

 

 

 

 

 

 

 

A pesar de mis dudas, la urgencia situacional me obligó a apoyarme en las antiguas tradiciones, aquellas que habían sido desterradas por la modernidad.

 

 

 

 

 

 

 

Sin embargo, mi escepticismo se mantenía firme, pues había aprendido a razonar cada suceso, incluso los más extraños del folklore. Esa noche, las sombras parecían danzar al compás de un siniestro ritual, y el eco de rezos en español formal, entonados por los aldeanos, sobrepasaba el entendimiento común.

 

 

 

 

 

 

 

La Noche Oscura y Sus Ecos

 

Durante semanas, el terror se intensificó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los ataques del chupacabras se sucedían con regularidad, siempre a la luz de la luna, o en su ausencia, en la negrura total. La atmósfera en Los Pinos se transformó en una amalgama de miedo y superstición. El aroma a tierra mojada, a vegetación en descomposición y a incienso de copal llenaba el ambiente, recordándonos a todos la influencia de la santería y la curandería local.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En una de las noches siguientes, mientras cuidaba mis cabras en el establo, fui testigo del segundo encuentro directo. El ser irrumpió en el recinto, sus ojos llameando con furia indescriptible. Esta vez no me dejó tiempo para huir. La criatura se abalanzó hacia mí, sus uñas estallando la penumbra y rozando mi capa, dejando marcas profundas en mi piel y en mi alma. Frente a mí, se erguía la horrible bestia, y entre gritos ahogados, logré gritar:

 

“¡Por el amor de Dios, retírese de mi persona!”

 

 

 

 

 

 

 

La criatura, como respuesta, emitió un chirrido espeluznante, mezclado con una cadencia de maldiciones arcanas. En ese instante, mi mente se llenó de visiones: imágenes de sacrificios antiguos, rituales olvidados y dioses del inframundo que clamaban venganza. Aunque intenté mantener la compostura, el pánico absoluto se apoderó de mí y me vi obligado a retroceder hasta encontrar refugio en la cocina de una vieja casa abandonada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mientras esperaba que las primeras luces del alba disiparan aquella pesadilla, se escucharon voces provenientes de la sala. Eran tres habitantes del pueblo que se habían refugiado en el mismo lugar: Doña Carmen, la curandera, don Ernesto, un maestro de las antiguas rezas, y la señorita Rosalía, joven y de espíritu valiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entre susurros y temblores, dialogaron en un español formal y protocolar, buscando reconstruir los fragmentos de los eventos.

 

Doña Carmen:”Sepan, almas errantes, que las señales han estado presentes desde tiempos inmemoriales; el canto del viento, el murmullo de la tierra, y ahora, el aullido de esta aberración.”

 

Don Ernesto:”La santería nos revela que hay pactos olvidados, compromisos con fuerzas oscuras que los antepasados sellaron en noches de luna nueva.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rosalía:”¿No creen que alguna de estas señales es la aparición de aquel amuleto que protege a la Candelaria? Tal vez en él se encuentre la clave para detener este mal.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las palabras de mis compañeros resonaron como ecos de un pasado en el que lo inexplicable se entrelazaba con la vida diaria. Aunque yo continuaba alimentando mis dudas, su fervor y su convicción eran contagiosos.

 

 

 

 

 

La noche siguiente marcó el tercer y último encuentro directo con el monstruo.

 

 

 

 

 

 

 

Encontré de nuevo a la criatura en el camino que conducía desde el campo a la iglesia del pueblo, una construcción antigua que parecía custodiar secretos ancestrales. La iglesia, con sus vitrales quebrados y un ambiente impregnado de incienso y rezos de contrición, se erguía como un bastión de lo divino en medio de la oscuridad. La fría brisa acariciaba las paredes mohosas, mientras un silencio inquietante se apoderaba del recinto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fue entonces cuando, en medio de la negrura, percibí el sonido gutural de la bestia. Sin poder evitarlo, me adentré en el oscuro corredor interior, en busca de una salida o quizás de comprender el misterio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Allí, frente a la gran cruz manchada, la criatura se manifestó con una violencia tal que el suelo mismo parecía temblar. Sus miembros estaban delineados por una estructura monstruosa: un torso flácido y descompuesto, alas que parecían hechas de retazos de sombras y unos ojos centelleantes, fruto de una condena que desafiaba la naturaleza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquella noche, jumado a mis aliados, confrontamos el terror en un diálogo cargado de desesperación:

 

Yo:”¡Basta de caos! ¡Debemos retirar a los inocentes y sellar este abismo de maldad!”

 

 

 

 

 

 

 

Don Ernesto:”No se trata de abandonar el bien, sino de comprender y apaciguar esas fuerzas que resucitan de la penumbra. El amuleto y la reza ancestral son nuestra única esperanza.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Doña Carmen:”He sentido la presencia de los espíritus desde hace tres lunas; este ser es la encarnación del rencor ancestral y de pactos incumplidos.”

 

Rosalía:”¿Qué clase de maldición es esta que nos acecha? ¿Acaso el misterio de los cinco elementos olvidados de la tierra y el cielo se ha activado?”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La tensión se intensificó con cada palabra intercambiada, y mientras debatíamos acaloradamente, la presencia del chupacabras se hacía ineludible. Una cuarta señal emergió en el aire: una sensación de frío abrasador, una sombra que se movía demasiado rápido para ser vista y cinco destellos de luz que parecían formar un patrón místico sobre el suelo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estos cinco elementos misteriosos, sin resolver, se sumaban al enigma que azotaba nuestro pueblo: una cruz rota en la plaza, un sonido persistente de tambores en la noche, una figura encapuchada a la entrada del cementerio, un antiguo libro de rituales en el altar de la iglesia y la marca de garras en las puertas de las casas.

 

 

 

 

 

 

 

Misterios y Revelaciones Inconclusas

 

Después de ese último

 

 

 

 

 

 

 

enfrentamiento, la desesperación se transformó en una lucha interna por sobrevivir y, quizá, en el anhelo por desvelar los secretos que el destino había guardado para nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi evolución interna fue notable: de ser un escéptico que negaba lo supernatural, me convertí en un superviviente traumatizado, herido tanto en cuerpo como en espíritu. La vida en Los Pinos nunca fue igual; cada esquina, cada sombra y cada murmullo parecía esconder un peligro inminente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En medio de este caos, la tradición de la santería y la curandería se hizo cada vez más relevante. La curandera Doña Inés se convirtió en mi guía, realizando rituales que buscaban apaciguar a los espíritus y curar las marcas del mal. Con su voz pausada y mirada intensa, me explicó con terminología formal:

 

“Esteban, el equilibrio del universo se ha visto perturbado. Los antiguos pactos sagrados de la tierra han sido quebrantados, y la furia ancestral reclama su tributo. No se trata solo de un ser, sino de la manifestación de fuerzas olvidadas. Si el amuleto de la Candelaria no es hallado y su poder resucitado, el mal perdurará en cada rincón de Los Pinos.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquellas palabras resonaron en mi interior, obligándome a creer en lo inexplicable.

 

 

 

 

 

 

 

Con el pasar de los días, me vi continuamente inmerso en un ciclo de terror, con encuentros furtivos, visiones perturbadoras y un constante recordatorio de la presencia oscura del chupacabras.

 

 

 

 

 

 

 

En cada paso, el ambiente parecía conspirar contra mi cordura: el murmullo de árboles en el viento, el reflejo turbio en charcos de agua, la humedad goteando lentamente de las paredes de mi humilde caseta, el aroma penetrante a incienso quemado en las calles empedradas y el incesante latido del corazón del pueblo, que pareciera vibrar al ritmo de una maldición ancestral.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Durante una de estas batallas contra el temor, me encontré nuevamente con dos de los testigos habituales de estas apariciones: don Alfonso, cuya mirada se había vuelto aún más oscura y resignada, y doña Carmen, quien parecía haber absorbido la sabiduría de los antiguos, recorriendo la delgada línea entre el mundo tangible y el de los espíritus. Conversamos largamente aquella madrugada, en una mezcla de formalidades y súplicas:

 

Don Alfonso:”El enigma del chupacabras ha sido transmitido por generaciones, aunque nadie se atreviese a contemplar su verdadera esencia.

 

 

 

 

 

 

 

Hoy, debemos aceptar que lo inexplicable reina en este lugar.”

 

Doña Carmen:”Nuestros ancestros dejaron advertencias en cada rincón, señales que intentan guiarnos hacia un destino incierto. ¿Cómo será que este mal ha encontrado su curso entre nosotros?”

 

Yo:”Suplico a los dioses que se revela algún camino, alguna iluminación que nos permita romper este ciclo de terror.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mientras nuestra conversación se desenvolvía en ese ambiente cargado de incertidumbre, la oscuridad fue evolucionando hacia un clímax inevitable.

 

 

 

 

 

 

 

La tensión, cuidadosamente acumulada durante noches interminables, desembocó en un enfrentamiento final. En un claro apartado de Los Pinos, donde la tierra parecía marcada por antiguos rituales y la brisa traía consigo murmullos ancestrales, el combate con el chupacabras alcanzó su apoteosis.

 

 

 

 

 

 

 

El Enfrentamiento Final y el Misterio Sin Resolver

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo, junto a mis tres compañeros de batalla, me acerqué al epicentro del mal, armado únicamente con un amuleto prestado por Doña Inés y mis propias convicciones forjadas en años de duda. El aire estaba saturado de un frío casi irreprochable, casi sobrenatural.

 

 

 

 

 

 

 

La tierra, marcada por cinco cráneos antiguos tallados en piedra, parecía guardar una advertencia silente, como si la muerte misma hubiera dejado su huella. Caminar hacia aquella oscuridad me llenaba de una mezcla de determinación y terror.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El sonido ensordecedor de mis pasos sobre la grava se vio interrumpido por un rugido que venía desde las profundidades de la noche. Allí, en el centro del claro, la criatura me esperaba, invadiendo el área con una violencia que parecía desafiar la propia lógica.

 

 

 

 

 

 

 

Sus ojos, ardientes como brasas, reflejaban el terror de siglos y una furia incontrolable. Las garras extendidas, la piel desgarrada y los contornos deformes se combinaron para formar una visión indescriptible y única, atrapada entre los reinos de lo natural y lo infernal.

 

En aquel instante, las voces de los presentes se elevaron en un coro de rezos y súplicas en un español formal y solemne:

 

 

 

 

 

 

 

Don Ernesto:”¡Oh divinos protectores, guiad nuestros pasos y alejad este mal de nuestro sagrado suelo!”

 

Doña Carmen:”Que la Luz de la Candelaria ilumine este oscuro sendero y nos salve de la furia ancestral.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rosalía:”La fe y el amuleto serán nuestro escudo. ¡No temamos, pues la justicia divina debe prevalecer!”

 

La batalla fue feroz y caótica. Sentí cómo la fuerza de aquella abominación chocaba con la energía ritual que emanaba del amuleto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cada golpe era acompañada por un estruendo que estremecía la tierra, mientras mis compañeros luchaban valientemente a mi lado.

 

 

 

 

 

 

 

Durante breves instantes, la criatura se abalanzó en tres momentos distintos: primero intentando arrebatarme el amuleto, luego atacando a don Alfonso y finalmente centrándose en doña Carmen.

 

 

 

 

 

 

 

Estos tres encuentros directos se entrelazaron en un torbellino de desesperación y fervor.

 

 

 

 

 

 

 

En el clímax de aquel enfrentamiento, la apariencia del chupacabras se transformó momentáneamente en una imagen casi humana, revelando un rostro demacrado, aferrado a una existencia marcada por castigos ancestrales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En esos segundos, comprendí que la maldición era un legado de antiguos pactos y rencores imperecederos.

 

 

 

 

 

¿Era acaso esta criatura un alma condenada, o el simple reflejo de una fuerza que se había salido de control? La respuesta se perdió en la oscuridad, dejando cinco elementos misteriosos: la enigmática cruz rota, el libro de rituales olvidado, la marca de garras en las puertas, la figura encapuchada y los destellos místicos sobre el suelo. Todos permanecían sin resolver ante nuestros ojos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Finalmente, tras un grito colectivo hacia el mismísimo abismo, la criatura se desvaneció en un chorro de sombra, dejando tras de sí un silencio sepulcral y el eco persistente de una maldición sin fin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El combate había cesado, pero la incertidumbre y el miedo permanecerían en mi interior para siempre. El amuleto, ahora inerte en mi mano temblorosa, parecía haber perdido su brillo, o quizá era su destino resignado tras cumplir una función que iba más allá de nuestra comprensión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al amanecer, mientras los primeros rayos de sol se colaban entre las gruesas nubes de un cielo opaco, salí del claro junto a un grupo reducido de sobrevivientes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entre ellos, noté cómo don Alfonso, doña Carmen, don Ernesto y la señorita Rosalía compartían un silencioso acuerdo: el misterio del chupacabras y de los cinco enigmas sin resolver seguirían siendo parte del legado crudo de Los Pinos.

 

 

 

 

 

 

 

Aunque habíamos logrado sobrevivir a la noche, las cicatrices físicas y espirituales nos recordaban que hay males que trascienden lo tangible y que el terror, una vez desatado, se instala en el alma.

 

 

 

 

 

 

 

Al despedirme de mis compañeros y continuar mi andar solitario por las calles de nuestro pueblo, comprendí que había cambiado para siempre.

 

 

 

 

 

Aquella experiencia, tan llena de oscuridad y desencuentros con lo inexplicable, me transformó de un hombre cínico y racional en un superviviente marcado por la presencia del mal que se escapó entre la niebla de la noche.

 

 

 

 

 

 

 

La primavera de 1993 había dejado en mí un legado de incertidumbre: la certeza de que en cada rincón, en cada sombra y en cada susurro, se ocultan fuerzas antiguas que desafían la comprensión humana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Así concluye mi relato, un testimonio en primera persona de una serie de eventos que parecen tener origen en un mundo paralelo, donde el folklore, la santería y la curandería se entrelazan en un destino de horror.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Queda en el aire la pregunta: ¿Qué fue lo que realmente despertó al chupacabras en Los Pinos, y por qué quedaron aquellos cinco misterios sin resolución? La respuesta se halla oculta en leyendas olvidadas, en rituales pasados y, sobre todo, en el eco persistente de un mal que aún acecha en la penumbra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con el paso del tiempo y a través de innumerables noches en vela, mis recuerdos se han transformado en advertencias para aquellos que se atreven a desafiar lo desconocido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin embargo, una duda se cierne en mi mente: ¿acaso la liberación del mal significa su desaparición o simplemente una pausa en la interminable danza de lo sobrenatural? La historia de Los Pinos y su encuentro con el chupacabras queda, por ahora, como un enigma no resuelto, aguardando la próxima aparición, el próximo grito en la noche, para continuar el ciclo eterno del terror.

 

 

 

 

 

 

 

Yo, Esteban Méndez, sigo caminando por este sendero de sombras, consciente de que aunque logré escapar, la esencia del mal aún reside en las profundidades de mi ser. La luna se esconde tras el horizonte cada vez que la oscuridad envuelve el pueblo, recordándome

 

que algunos misterios jamás encontrarán su final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siguiente

Subscribe
Notify of
0 Comments
Oldest
Newest Most Voted
Inline Feedbacks
View all comments
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos y para mostrarte publicidad relacionada con sus preferencias en base a un perfil elaborado a partir de tus hábitos de navegación. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos.
Privacidad
0
Would love your thoughts, please comment.x
()
x